Todos los caminos llevan al Cine

Publicado: 25 May, 2024
Autor: Lautaro Izarra

La aventura siempre se ve, de forma inevitable, acompañada por un grado de incertidumbre o misterio. No solo porque la propia palabra nos habla de una tendencia hacia el futuro y lo que ha de venir, sino también porque es esencialmente imposible escaparnos del riesgo, del peligro y el estado de alerta que se enciende cada vez que abandonamos nuestra zona de confort, o cuando ese momento parece arrinconarnos y obligarnos a dar el salto al vacío.

Las oportunidades y nuevos horizontes, o la sola imagen de transformación que las acompañan, ofrecen una suerte de bálsamo a los miedos que como parásitos se conectan al entusiasmo, la aventura nos recuerda constantemente que somos humanos y que no hay forma alguna de escaparse de esta maraña inmensa de emociones que embadurnan la experiencia, el recoveco que separa el hacer del sentir. Cabe diferenciar entonces que es radicalmente distinto aventurarse a cualquier sitio que se revele en el exterior, ya sea recorrer las bellas sierras de nuestro paisaje sin rumbo aparente o caminar alrededor de los árboles de un bosque energético; que, por el contrario, aventurarse hacia adentro. Porque implica emprender un camino que usualmente no tiene nada de camino. Puesto que si fuera sencillo descubrir el suelo bajo los invisibles pies de la consciencia, también nos sería sencillo describirnos como aventureros.

A este respecto me es imposible hacer ojos ciegos a los puntos en común que guarda esta particular situación con el cine, que requiere de un espacio físico que ha ido expandiéndose en todas las direcciones a lo largo de los siglos (pasando de la sala de cine al smartphone) y también, irremediablemente, de un espacio simbólico otorgado por el espectador. Y cómo esta inmensa voracidad por lo incierto se ha convertido en una parte significativa de mi vida y mi vínculo con este arte.

Tampoco me es imposible atestiguar cómo un espacio para hablar de cine pone en jaque mis convicciones sobre los conocimientos adquiridos, siendo que volver a repensar mi recorrido vuelve al cine como lo que siempre fue: el más grande de los misterios, y la más difusa de las aventuras.

¿Cómo explicar la acción tan poco activa en el cuerpo pero tan estimulante en el ser que implica ver una película? ¿Cuántas razones posibles existen para sentarse a explorar este vasto mundo? ¿Qué nos lleva a seleccionar una entre tantas obras y bajo qué contexto? ¿De dónde viene el cine y hacia dónde se dirige? ¿Acaso estaremos invitados?

El misterio engendra preguntas, y las preguntas engendran desafíos. Y reunirnos a hablar de cine no es más que una excusa para navegar estas y muchas más incógnitas que, spoiler alert, difícilmente encuentren una respuesta certera. Dado que el rotundo fracaso de esta búsqueda desenfrenada que determinara todas y cada una de las aristas analizables del cine, y le dieran un sentido, solo me llevó a una de las mayores verdades aplicables a cualquier aspecto de la vida: es imposible entenderlo todo, y también necesario.

En el momento en que descubrí que detrás de toda película existe un mundo dispuesto a poner sus mecanismos al servicio de un mensaje (o varios), el cine ya contaba con más de un siglo de historia. Y en el momento en que decidí que quería hacer una carrera de esta curiosidad, ya nos encontrábamos en pleno auge de nuestra era globalizada. Y el cine, arte moderno por excelencia, demostraba que no solo tenía la capacidad de acoplarse a los tiempos contemporáneos, sino así también para muchos autores convertirse en partícipe activo de la sociedad posmoderna.

En este sentido, el cine se hace presente en cada pantalla que hoy invade nuestro mundo cotidiano, y convierte nuestros vínculos con las películas en algo impensado para su nacimiento cuando los hermanos Lumière crearon el cinematógrafo. Hace que nos preguntemos, ahora que el cine se encuentra cuando sea y donde sea, ¿qué lugar ocupa en nuestras vidas?

Mi viaje comienza con una sensación real de que frente a mí se estaba construyendo algo magnífico y necesitaba entenderlo. Y a lo largo de los años esa utilidad fue variando, expandiéndose, mutando, retornando a sus raíces; y ahora, siendo todas y cada una de sus variantes. Acudimos al cine porque necesitamos desconectarnos del mundo, o porque ansiamos sentir algo, o porque nos estimula la razón. Para compartir un momento, para amar como en la ficción, incluso para recibir la catarsis de ver al mal ser derrotado o el dolor de su victoria. Vemos películas porque valoramos el arte, porque solo necesitamos algo que tape nuestros ruidos internos, o hasta incluso para darnos cuenta de que quizás nada es tan simple como parece. Vemos películas porque no existe aventura semejante, una que involucra tanto al exterior como al interior en simultáneo.

Intentar seleccionar un primer metraje o grupo de metrajes para comenzar un análisis sin una primera base que involucre todo este pastiche de pensamientos y emocionalidades sería una deshonra y falta de respeto a un arte que me ha regalado amistades, enseñanzas, quebraderos de cabeza y las más singulares de las emociones.

He disfrutado de mirar la más banal película genérica de Hollywood, he llorado con la menos triste de las historias de géneros alejados del drama, he olvidado un gran clásico y vuelto a encontrarlo, he descubierto joyas inexploradas y he confirmado algunas de público conocimiento. He discutido sin freno sobre la validez del éxito de tal o cual director y he visto cómo mis certezas se transformaban en dudas al darles ese beneficio. Tengo una lista interminable de cine que nunca vi, algunos de esos nombres considerados imperdonables. Pero si hay algo de todo esto que sí es cierto, es que no existe lo correcto o lo incorrecto en la vida de un aventurero. Solo existe la decisión de ocupar un tiempo de la vida, concentrar la visión y la escucha, y entregarse al misterio. Solo para darnos cuenta que siempre volvemos al mismo lugar.

Quizás es cierto eso que dicen, y realmente todos los caminos llevan al cine.

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